“EL CHICO QUE BESÓ A MARILYN
MONROE”
POR NIEVES JURADO
Me llamo Fred, tengo sesenta y cinco años
y soy alcohólico. Mi mayor problema todas las mañanas es intentar no vomitar y mi mayor fracaso es no conseguirlo. Vivo en
una miserable habitación de una pensión habitada por putas y ratas, y lo único que me anima a seguir viviendo es la posibilidad
de volver a ver entrar en aquel lujoso hotel a la mujer que, sin saberlo, me convirtió en un despojo humano.
Todos los días, a eso de las diez, salgo de
este aborrecible antro con la botella de bourbon en el bolsillo y dos copas en mi estómago como único desayuno. Esos tragos
me ayudan a incorporarme, creo que sin ellos no conseguiría andar. Para entonces ya me he fumado seis o siete cigarrillos,
también pienso que sin ellos no lograría respirar. Ya en la calle el aire contaminado me reconforta, prepara mis pulmones
para una nueva jornada de solitaria vigilancia.
Esta mañana el intenso frío ha congelado las
calles y los tejados de la ciudad, y siento que el hielo se adhiere a mi ropa y la traspasa hasta clavarse en mi piel. Nueva
York se transforma en un maldito infierno de hielo en esta época del año. Pero nada me va a impedir que acuda a la esquina
de la calle 59 con Central Park South a esperar. Siempre espero. La espero a ella. Tengo que verla, lo necesito. Sí, lo necesito
más que el alcohol que circula veloz por mis venas desde hace cuarenta años. Mis manos tiemblan descontroladas, pero esto
es algo habitual en ellas, no es una sensación nueva y no creo que sea el alcohol el principal causante de este patético comportamiento.
Creo más bien que todo se debe al recuerdo que tienen de aquel día.
Entonces yo era un joven impulsivo y lleno
de vida, trabajaba de botones en el Ritz Carlton Central Park. Mi madre era ayudante de cocina en el hotel y gracias a ella
me dieron el trabajo. Por un mísero sueldo, subía y bajaba las maletas de los estúpidos ricos que se hospedaban en el impresionante
y exclusivo Ritz Carlton. Hasta que un día vino ella a alojarse por una noche. La vi descender de un lujoso automóvil rodeada
de fotógrafos y periodistas. Era la criatura más hermosa que jamás había visto. Su cabello rubio, sus labios que besaban el
aire y esos ojos; unos ojos que me miraron con un suave toque de melancolía. Entró al hotel con paso corto y sugerente. En
la recepción todo el mundo la esperaba. La gran estrella de Hollywood había llegado. Caprichosa, altiva, divina. Una diosa,
eso era ella, una auténtica diosa rodeada de simples mortales; y yo, entre ellos, el más necio de todos babeando como un perro
detrás de la diva, mientras portaba sus maletas de piel color crema. Antes de subir al ascensor, me entregó su neceser y me
pidió que la siguiera. Di las maletas a los otros botones, agarré el pesado bolso y la seguí. Con un gesto casi imperceptible,
me animó a entrar con ella y el arrogante señor Gray, el mismísimo director del hotel, en uno de los ascensores. Su perfume
inundó aquella estrecha cabina, y mis párpados se cerraron mientras mi nariz y mi alma se embriagaban con aquel Chanel nº
5.
-¿Cómo te llamas? –me preguntó moviendo
los labios como si acariciara las palabras.
-Fred, señora –le contesté sin apenas
voz.
Unos violentos latidos se adueñaron de mi
pecho y por un instante creí que mi corazón estallaría en mil pedazos.
-¿Y cuántos años tienes, Fred?
-Dieciocho años, señora –estaba tan
nervioso que tuve que repetir la respuesta porque ni yo mismo la había oído. Menudo idiota.
-Eres un chico muy atractivo –me dijo
con un leve susurro.
La mujer me miró y sonrió como tantas veces
se lo había visto hacer en sus películas. El señor Gray se irritó de tal manera que pensé que su cara saldría ardiendo.
Llegamos a la última planta y la acompañé
hasta la Suite Presidencial. A pesar de todas las personas que íbamos con ella, yo me sentía único, exclusivo, privilegiado.
Llevaba su neceser, y dentro de él, sus secretos. La diosa había confiado en mí, se había fijado en mí. Cuando llegamos a
la Suite, el director del hotel la abrió y se apartó para que la actriz entrara en ella. Los demás hicimos lo mismo. La
habitación era imponente y decorada con suaves tonos marrones y rosas. Nada más entrar, su secretaria, una mujer menuda y
con aires de superioridad, se puso a hablar por teléfono. Los demás botones dejaron las maletas, recibieron de un hombre con
traje gris una buena propina y con una leve reverencia salieron. Yo permanecía callado, observándola, sujetando el bolso contra
mi pecho en un intento de apoderarme de su alma, el alma de la mujer más bella del mundo.
-¡Fred, inútil!, ¿qué haces ahí plantado como
un estúpido? Deja ahora mismo el neceser de la señora Monroe y lárgate.
El señor Gray se había colocado delante de
mí y me gritaba salpicando mi cara de saliva que salía disparada de su boca como minúsculos proyectiles. El muy cabrón disfrutaba
humillándome delante de ella. El señor importante, director de un hotel importante. A la mierda con él. Y sin pensármelo dejé
el neceser de Marilyn Monroe en el suelo, me acerqué a ella despacio y después de agarrarla por la cintura la besé en esos
labios que pedían a gritos ser lamidos, mordidos, besados. Nadie hizo nada, no pudieron hacer nada. Ella, mi diosa, se dejó
besar, y durante unos segundos se entregó a mí. Cuando terminé, me di la vuelta y vi la cara de estupor del señor Gray, su
boca formaba una O perfecta. Le miré fijamente y con un movimiento rápido descargué sobre su asquerosa cara un fuerte puñetazo.
Por el sonido supe que se la había roto. El director calló al suelo como un saco. La sangre descendía abundante por una nariz
hinchada y morada. Satisfecho me giré hacia la puerta y salí de la habitación. Sentí en mi nuca la mirada fascinante y sensual
de la actriz.
Por supuesto me echaron del hotel, y a mi
madre también. Se fue con un tipo italiano a otra ciudad y nunca quiso saber nada más de mí. Durante un tiempo trabajé en
varios hoteles y en algún restaurante de comida barata, pero en cuanto conocían mis antecedentes me despedían. Nadie quería
contratarme. Dos años más tarde me dijeron que Marylin Monroe había muerto, se había suicidado. ¿Mi diosa, muerta? Imposible,
las diosas nunca mueren.
Me acostumbré a vivir de lo que me daban en
la calle o de lo que robaba, y cada vez con más frecuencia me lo gastaba en bebida. Solo, sin apenas trabajo y con el corazón
destrozado, el alcohol me convirtió en un deshecho humano, una mancha más en esta gran ciudad de mierda. El futuro dejó de
existir para mí. Lo único que me importaba era volver a ver una y mil veces sus películas mientras me emborrachaba. Hasta
que un día, sentado en la última fila de un viejo cine donde reponían “Niágara”, lo entendí todo. Ella no estaba
muerta, y tarde o temprano regresaría al hotel Ritz Carlton Central Park. Miraría a su alrededor con ese suave toque de melancolía
hasta encontrarme y me pediría que le llevara su neceser. Decidí volver todos los días a esperarla. Y no he hecho otra cosa
desde entonces.
Ahora, han pasado más de cuarenta años y mis
manos siguen temblando cuando buscan en el aire su cintura. Aunque, a veces, dejo escapar una tímida sonrisa al recordar aquel
instante en el que todos me envidiaron, porque sé que en todas partes se habló del chico que besó a Marilyn Monroe.