Soledad ficticia
Eduardo Martos Gómez
El viejo Kúmard se debatía entre dos finales para un mundo ficticio mientras levitaba
por el espacioso salón de su morada de cristal de Ócrom. Yo simplemente lo observaba, lo miraba tácitamente. El círculo de
la planta albergaba esta vez un acuario espectral y varios artefactos olvidados; la butaca donde me hallaba recostado transmitía
una comodidad etérea, desligada de la materia, sensación que alimentaba el rojo carmesí de su forro. Kúmard llevaba un rato
dando vueltas en torno a mí, alrededor de la mesa pétrea; sus blancos bigotes sobre su perilla blanca dejaron
escapar una frase que quizá no iba dirigida a mí:
–No estoy de acuerdo
con la maldita frase «todo comenzó con...» –dijo, divagando en voz alta–. Nada comienza, ni siquiera la misma
frase; en realidad, cada suceso está encadenado con todos los demás, formando parte de un caos absoluto...
De pronto calló como si su intervención en el silencio hubiera sido un descuido de su
pensamiento interior. Ante ese gesto decidí agravar el mutismo y dejé al viejo con su conflicto. Asomé la vista al exterior,
a través de la ventana triangular, y advertí en qué clase de día me encontraba; sin duda era uno de esos que comienzan a descubrirse
rodeados de una inexistente neblina matinal y terminan por entenderse, aunque de mala gana, cuando cae la noche. Así estaba
mi ánimo entonces, nublado por una presencia persistente y pegajosa como
la sustancia de las calurosas tardes de Frise, la anaranjada ciudad de Frise. Todas esas impresiones, esos recuerdos, no hacían
más que sacarme a rastras de una variable habitación de curvas paredes azules donde Kúmard no paraba de reflexionar. Algunas
aves volaron hacia el lejano atardecer en trayectorias que, por un momento, me parecieron sólidas.
–¿Qué te parece la
teoría sobre la Eternidad, ese símil con las ondas de un estanque? –me preguntó Kúmard con aire de curiosidad.
–Ciertamente, viejo,
no estoy de acuerdo contigo –respondí–. Los recuerdos son lo único que me permiten existir; más allá de ellos
no encuentro nada, así que nada es lo que había antes de mí.
–Curiosa teoría –añadió–;
algo egocéntrica pero curiosa. Por cierto, te agradecería que me ayudaras con la creación de mi mundo ficticio; tal vez alguna
sugerencia...
Estas últimas palabras se
dejaron caer en el aire como gotas de agua sobre agua, apenas
adquirieron sentido en mi mente entonces (aunque más tarde serían claras). El tiempo se apresuraba por pasar aun sabiendo
que no podía, y mis recuerdos acudían en bandadas a mi mente. Recordé las expediciones a los montes de arcilla, el moteado
rojo del gato de mi hermana, las falsas lágrimas de mi familia cuando nos quedamos huérfanos, la etiqueta de la botella de
whisky que mi hermano escondía bajo la cama, el descuido al colocar las flores el día del entierro, los forzados pésames de
tantos desconocidos, el amor que me asesinó varias veces, las risas de mis amigos cuando jugábamos a colarnos en los trenes,
el humo del tabaco frente a mis ojos mientras creía olvidar en un rincón de cualquier taberna, y todo para perderme finalmente
entre tantas imágenes y tantos detalles, para no saber a cuál atender y confundirlos en un caos que, a diferencia del que
había propuesto Kúmard, era fino y luminoso, bello, apasionado, profundo. Kúmard me miró; tal vez lo supe después, cuando
volvió la cara velozmente y fingió seguir pensando.
–¿Qué te parece una
inversión de la situación, del planteamiento? –le
pregunté difusamente.
–¿Qué? ¡Oh! ¿Me hablas
a mí? –le oí musitar.
–Me refiero al final
de tu mundo.
–Perdón, no te estaba
prestando atención –se disculpó.
–Podrías finalizar
tu mundo invirtiendo las circunstancias de los personajes, jugando con sus personalidades.
–¡Muy buena idea! –respondió
entusiasmado. Enseguida se puso a trabajar en el curioso desenlace. Ese viejo pequeño y tan peculiar no estaba trazando
una novela o una crónica, sino un mundo con todos sus misterios (aun para él), sus casualidades y trivialidades, sus posibilidades
infinitas, sus particulares personajes, su evolución... Y a todo ello pretendía ponerle fin; pues, aunque estaba convencido
de la irrefutable Eternidad, prefería evitar una imitación imperfecta de tan maravilloso concepto. Ese mundo (que, como he dicho, no es una obra literaria) no estaba escrito, sino ideado
completamente por el pensamiento abstracto (admirablemente abstracto) de Kúmard. Su mente no era infinita; por ende, el mundo
que estaba creando tampoco. Me distrajo el ruido de la noche al declinar, ese ahogado aullar lejano, y después el viento del sol precipitándose tras el horizonte; miré, pero ya era tarde:
el día había resuelto acabar rápidamente. Lo único que alcanzaba a ver era una llanura (donde hacía dos horas se erigían enormes
bloques de azúcar) bañada por la ilusoria incandescencia de la luna, fría incandescencia de un azul pálido. Hite siempre decía
que la niebla de los malos días se disipa haciendo confesiones; después, la yerma sensación lunar deja descansar el alma.
–¿Debo variar la casualidad
de todos los personajes o sólo de uno en concreto? –me preguntó repentinamente Kúmard, o tal vez le preguntó al aire.
–De todos, de alguno
–vacilé–. Supongo que del más interesante o del
más miserable, pero nunca del más virtuoso.
Kúmard no hizo más comentarios
durante varias horas. Aún no había pensado si me quedaría en su casa aquella noche; en tal caso tendría que llamar a mis hermanos
para que decidieran qué iban a hacer. El destello luminoso de alguna piedra de Izam jugó con mi memoria y me forzó a recordar
las aguas purpúreas de las cavernas de Kilegh; allí conocí a Sivada, que también las estaba visitando. Todo se confundía después
en mi mente, todo caía en un abismo con millones de manos a los lados que luchaban por apoderarse de los recuerdos. Ya sólo
me quedaba dolor por pensar que la persona más importante de mi vida me había traicionado. El viejo se paseaba dando vueltas
sobre sí mismo, cavilando hipotéticas soluciones, posibles acontecimientos; sus ojos miraban apenas, estaban totalmente absortos
en el desarrollo de su mundo.
–¿Cómo se llama tu
mundo? Aún no me lo has revelado –dije sin querer.
–Aún no lo he pensado
–murmuró algo molesto y a la vez cariñoso–. Podría ser cualquier nombre, pero prefiero que no sea complicado.
Te lo diré más tarde.
Cerré los ojos; necesitaba
evadirme de las minucias de aquel lugar. Me imaginé abrazado a mis hermanos en una sorda oscuridad. A lo lejos estaba mi familia,
metida dentro de una gran lágrima que parecía de juguete. Con ellos, pero fuera de aquella lágrima, estaban mis padres; su
expresión seria y solemne les confería un aspecto cotidiano. Lentamente se dirigieron hacia la familia y se introdujeron en
la enorme lágrima.
–Taleth... ¿Suena bien?
–dijo Kúmard, interrumpiendo mis pensamientos–. No, déjalo; creo que debo pensarlo mejor.
Yo seguía con los ojos entornados,
por lo que no me resultó difícil seguir fantaseando. La oscuridad era la misma; todo lo demás se había esfumado. Junto a mí
estaba Sivada; la recordaba más alegre, y en cambio la veía triste, apenada, mirando hacia abajo, hacia la negrura infinita.
Lejos (más aún que mi familia) vi a Sivada, aunque esta vez sonriendo. Estaba en ambos lugares al mismo tiempo: la que tenía
al lado esperaba eternamente un llanto que no llegaba (que no llegaría); y la otra me observaba y se divertía. La última comenzó
a caminar hacia ése del que nunca supe ni su nombre y desapareció,
quedando sólo Sivada, a la que no recordaba pero intuía. Después de esa compleja simbología me rendí ante los recuerdos que
anhelaban entrar en mi conciencia. Todos me fueron mostrados a la vez, todos me torturaron al mismo tiempo: el sabor de la
diceína mineral, los rizos negros de la chica del ciento setenta y tres, los regalos de cumpleaños que nunca me gustaron,
las inútiles vacaciones de verano, el olor a chocús húmedos cayendo de los árboles, el último sorbo de café antes de ir a
recoger a Juincè al aeropuerto, las prisas durante los días de competiciones, las chiquilladas de mis hermanos que después
pagaba yo, la visión de una iglesia y en ella un horrible sacerdote y bajo él mis padres, la simetría de las formas en la
Galería Ufgae, los juegos de otoño, la estatua que me miraba en la calle Adapasor, las lluvias de cometas, de nuevo perdido
en esa luminosidad impecable de un caos que se dejaba entender gradualmente, de nuevo aturdido por ese pasado asfixiante.
Dejé de meditar porque tenía que llamar a mis hermanos. Hablé con Leran (el más pequeño), quien me aclaró que preferían pasar
la noche en casa de Kúmard. Como al viejo no le importaba
que se quedasen, le dije a Leran que no había ningún problema.
–Espero que tus hermanos
me dejen trabajar –dijo Kúmard en tono afable, casi sonriendo.
–Descuida, viejo; los
conozco bien y sé qué debo decirles para mantenerlos callados.
Ambos nos distanciamos mutuamente
para dedicarnos a nuestros respectivos asuntos. El de Kúmard era un mundo con millones de preocupaciones, pero la sola remembranza
de mi pasado se me antojaba mucho más inquietante que todas ellas. Alcancé a comprender que cada individuo de ese mundo pensaría
igual que yo acerca de sus problemas. Todo ello me pareció patético y absurdo: ninguna preocupación era realmente importante,
o acaso había preocupaciones indiscutibles, como las verdades
absolutas. Me negué el derecho a considerarme desgraciado, pero al instante retomé la interminable (aparentemente interminable)
lista de recuerdos, impresiones y sensaciones. Por un momento dejé de pensar y miré al viejo: estaba quieto, extrañamente
inmóvil; incluso había dejado de levitar. Supuse que le faltaba muy poco para concluir su obra. Llamaron a la puerta; recordé
a mis hermanos. Kúmard ni se inmutó. Fui hasta la puerta y abrí: los tres pequeños me abrazaron y entraron. La pequeña Ynda
comentó que le divertía la volátil estancia de Kúmard; Leran me miró y se acomodó en una de las butacas de la sala; Ated,
sonriendo, saludó a Kúmard. Todos eran menores que yo, tan indefensos y necesitados de un guía. El viejo levantó la cabeza,
me miró y todo empezó a desvanecerse: vi desaparecer la llanura, y después (aunque no por completo), la butaca tapizada de
rojo.
–¿Qué sucede? –pregunté
alarmado a Kúmard.
–He terminado –sentenció.
–¿Qué tiene eso que
ver? –añadí.
–Mi mundo ha finalizado
–dijo con voz apagada–. No he conocido sus consecuencias hasta el preciso instante de su conclusión.
–¿Y qué has concluido?
–pregunté desesperado.
–He seleccionado un
personaje al azar; él imaginaba que vivía en mi mundo. Siguiendo tu consejo, he invertido sus circunstancias: él siempre se
había sentido acompañado, rodeado de un cariño incondicional; he disipado esa ilusión, de modo que ya no podrá soñar más que
vive en mi mundo, en Fictenia, y regresará a su soledad eterna,
fría, oscura.
–¿Acaso tu mundo afecta
a esta realidad? –sollocé confundido.
–Aún no lo comprendes
–comentó, sonriendo irónicamente–. Mi mundo no es una invención; es real, es lo que estás terminando de ver.
–¿El efecto de ese
personaje... influye sobre todos los demás? –traté de preguntar entre lágrimas, intuyendo ya mi terrible destino.
–No, sólo a él –pronunció
gravemente el viejo.
Callé; decidí que era mejor
callar. Miré por última vez a mis hermanos, a Kúmard; eché un vistazo a los acuarios espectrales y presentí que no volvería
a contemplar ese mundo prodigioso. La butaca roja terminó de desvanecerse ante mí, dejándome sumergido en una vasta oscuridad.
Al fondo distinguí la luz de una lamparita de noche curiosamente esférica y transparente recordándome algo, quizá una imagen,
quizá una sensación. Estaba en mi habitación, sentado en mi antigua butaca roja, de donde no me había movido sino con la imaginación;
llevaba años sin contemplarla realmente. Me sorprendió una foto de mis padres, que eran iguales que los de mi fantasía; otra
foto (esta vez de Miranda) me disgustó por los recuerdos que me inspiraba. Para mí siempre había constituido un misterio por
qué las seguía guardando, pero entonces lo vi con claridad: mis padres, ese constante abandono;
Miranda (o Sivada), el dolor agudo y amargo; mis hermanos...
Miré el teléfono, que nunca suena, y me pregunté si a Kúmard le importaría que llamase a mis hermanos para que pasaran la
noche en su casa.
Pelos en la alfombra
Eduardo Martos Gómez
A Isa
Hace muchos años miró la alfombra del
cuarto de baño. Vio que tenía pelos y decidió quitarlos todos para dejarla completamente limpia. La alfombra era de líneas
multicolor. Blancas, amarillas, naranjas, marrones... La dividió en cuatro sectores, que recorría con la vista en busca de
los pelos. Los había largos, cortos, gruesos y finos. Los más grandes cayeron rápidamente, pero los otros eran difíciles de
distinguir. Se vio como un halcón sobrevolando un campo de
trigo lleno de ratones. En las cuatro primeras pasadas retiró la mayor parte de los pelos, pero en la quinta comprobó que
había muchos de pequeño tamaño. Llevaba dos horas limpiando la alfombra cuando su mujer lo avisó para comer. Hizo caso omiso
y siguió con su noble tarea. Por la noche, aburrida, su mujer se acostó sola y lo dejó quitando los pelos de la alfombra.
Le dolían los ojos y el cuello, pero cada vez que creía haber terminado, otro pelo humano aparecía entre los engañosos pelos
artificiales de la alfombra. Pensó que no iba a terminar nunca. Al día siguiente continuó con los pelos. Oyó a su mujer protestar
y discutir en la lejanía, a pesar de que estaba en la puerta del
baño. Una semana después, la sufrida esposa lo había abandonado tras sus infructuosos intentos para que su marido dejara la
alfombra y volviera con ella. Súplicas, razones y llantos no sirvieron, fundamentalmente porque él no los oyó. El teléfono
sonaba como el árbol que cae en el bosque sin que nadie lo
oiga y tal, y mientras él seguía a lo suyo, que era quitar pelos de la alfombra. En un momento difuso de lucidez advirtió
que ya no llevaba la cuenta del tiempo. Hacía mucho que
el teléfono había dejado de sonar, y sus manos habían perdido fuerza. La sed le atenazaba la garganta porque apenas se acercaba
al grifo para beber tímidamente. La barba le molestaba, rozándole el pecho según como colocaba la cabeza. El polvo lo inundaba
todo. Ya no parecía un campo lleno de ratones, sino un mediocre panteón que esperaba pacientemente su cadáver. No se sabe
cuándo dejó de escucharse el monótono sonido de sus dedos como tenazas, de los pelos cayendo al suelo.
EDUARDO MARTOS
GÓMEZ dice de su libro Lapso (al que pertenece
el presente relato): «...es el fruto de muchos años de reflexión, negación personal y admiración de los grandes genios
de las letras. Entiéndase este primer libro que publico individualmente, como un tributo a quienes me han enseñado tanto en
la distancia de los tiempos silenciosos y en penumbra, de los lapsos ficticios a los que siempre vuelvo». (Web del autor: http://el-aleph.es/lapso/)
La versión electrónica de Lapso se puede descargar gratuitamente en: http://el-aleph.es/lapso/doc/Lapso.pdf (Licencia Creative Commons)
También se puede adquirir la versión impresa del mismo en: http://www.lulu.com/content/1325549
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