Fantasía en verde
Francisco Antonio Ruiz Caballero
Jaspeados mármoles en las columnas,
incrustaciones de lapislázulis y turquesas. Jarrones llenos de ampulosas rosas granates, reventados capullos que exhalan lujuriosos,
repletos de néctar. Corcheas y fugas dulces o siniestras, siniestras o dulces, diapasones cristalinos que reverberan en plata
pura. Ónices y ámbares fúlgidos, aceites amarillos y dorados. Relojes de oro macizo, brillantes hasta la rabia, como mordeduras
de frenéticos perros hidropésicos, relojes de plata que escandalizan sombras lunares, estelas plateadas y linfa de termómetros
de mercurio de rubí enfurecido. Cinabrio al punto de fusión. Absenta en los vasos y licores de café y vainilla. Estatuas de
solemnidad proconsular, medallones de nácar erizado. Perlas de rocío en las orquídeas violetas. Helechos de cuerno de alce.
Inmensos potos húmedos.
Comienza la danza. Bailan los cardenales vestidos de verde esmeralda.
Llevan una cruz de carey y oro. Cardenales verdes como extraños topacios. Arzobispos jamás diseñados, príncipes de la Iglesia
vestidos de verde, fulgurando como la absenta de las jarras, estrambóticos pero archisolemnes, severos pero magníficos, con
el color de la Esperanza en los trajes, jamás vistos en los confines de la tierra, bajo el techo de mármol donde cariátides
bellísimas luchan contra monstruos alienígenas, junto a estatuas de la Roma senatorial, de la Roma imperial, severos pero
magníficos, soberbios, de un riguroso verde escanciado de rebeldes ajenjos.
El frenético clavecín bordea el paroxismo sobre simas marinas en
las que las flautas estremecen. Acordes violetas y azules cargados de lilas, mariposas rojas que tornasolan al morado, bajo
pulsión de acuáticas brasas carmesíes. Corales rojos en los que diminutos caballitos de mar paren, progenie de ínfimos nacarillos,
nudibranquios rosas, trompetas de esmerilados brillos. Timbalillos de acero dulcísimo. Arpas de oro.
Sigue la danza. Bailan los verdes cardenales, rigurosos y disciplinados,
perfectos, matemáticamente perfectos, bajo resonancias de cristal y níquel, sobre partituras naranjas y azules, su baile es
de una resolución micronésica, infinitesimal, su baile es una transida explosión de cisnes verdes, de pavos reales lujuriosos
y lascivos. La religión marca una pulsión de hiperdulía terrible. Los príncipes verdes de la Iglesia marchan al compás del
órgano, que sublevado, iza hacia al cielo una melodía de trinos subyugantes. Prosigue la danza, todos los cardenales llevan
un anillo con un zafiro, y el anochecer se asoma a ese zafiro como una loca al borde de la azotea, por encima de los techos
miles de vencejos gritan melosos, chirriantes, agridulces, ácidos y lilas. Prosigue la danza. Los extraños cardenales verdes
nunca fueron vistos en el Concilio de Trento. Majestuosos, brutal y archisolemnemente majestuosos. Furiosos sostenidos y bemoles
se eclipsan en verdes ritmos, serpientes enroscadas en las cuerdas de las guitarras, cornamusas ponen un enojo de rencor amarillo
a lilas enfurecidos. Llegan las negras. Danaides mulatas, reinas de Ángola. Las negras, desnudas, los senos redondos y duros, los cuerpos
delgados, atléticas amazonas de Africa, bellísima gacelas de la noche, panteras deliciosas de la noche profunda, arcángeles
femeninos, vírgenes de ébano, en las que la luna o el sol platea o dora cuerpos inapreciables. Llegan las negras, como leonas
salvajes, aquí la curva, el hombro, y la cadera, al trasluz y la sombra fulge azul y plata. Guerreras insolentes de Nubia
iracunda, Etiopía en la piel, Etiopía en los ojos, durísimos y llenos de odio, de rebeldía, de lujuria.. Hay un aroma a caña
de ázucar y a café cargado. Y la danza prosigue, cardenales verdes, ámbares tórridos, y negras desnudas.
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